12 agosto, 2011

Pedro Navaja al mundo de la OTAN


Por: Jorge Gómez Barata

El repugnante estilo bravucón de Anders Fogh Rasmussen, recuerda a Pedro Navaja, imagen lapidaria del matón de esquina, mafioso de bajo costo y abusador. Hubiera sido magnífico ver al belicoso Secretario General de la OTAN desembarcar en Iwo Jima o Normandía, enfrentar al general Giap o vérselas con los milicianos de Fidel Castro en Bahía de Cochinos.

En los toscos parlamentos de Rasmussen plagados de amenazas y advertencias contra Gaddafi, que no ha podido cumplir a pesar de contar con un potencial de fuego que en 1945 le hubiera permitido tomar Berlín, no hay una sola expresión de compasión ni una excusa hacia los cientos de víctimas inocentes que mueren bajo los bombardeos a zonas pobladas de Trípoli y otras ciudades libias, realizados la mayor parte de las veces al amparo de la noche cuando las familias duermen.

Todas las guerras, según se sabe fomentadas “Por viejos que se conocen y se odian y en las que mueren jóvenes que no se conocen ni se odian”, son cruentas e injustas pero la que libran la OTAN y Estados Unidos contra Libia es esencialmente inmoral.

No existe un solo argumento jurídica o moralmente sostenible para legitimar la guerra que hacen los Estados Unidos y la OTAN contra Libia la cual, para su desencadenamiento contó con el beneplácito del resto de los miembros del Consejo de Seguridad, unos que la pudieron vetar y no lo hicieron y otros que sin ese poder, dejaron hacer a los poderosos; otras entidades como la Liga Arabe que la endosaron y la Conferencia Islámica y la Unión Africana que miraron para otro lado.

No hay una sola palabra en la Carta de la ONU, que fue creada después de las más grande de las guerras, precisamente para resolver por medios pacíficos los litigios internacionales y de ese modo evitar los sufrimientos y las destrucciones que los conflictos armados acarrean, que legitime acciones semejantes.

Las decisiones de la ONU sobre Libia son tanto más ilegales porque ese país no representaba amenaza alguna para ningún estado o nación del planeta y, de hecho, ningún interés extranjero peligraba allí.

Más que hostilizada, Libia fue traicionada por sus nuevos aliados europeos a los cuales al-Gadaffi entregó el petróleo y con los cuales estableció estrechas relaciones políticas. Italia, España y Reino Unido, así como Rusia y otras potencias, que se beneficiaron de los recursos naturales libios, guardaron en sus bancos los ingresos por concepto de ventas de petróleo y atesoraron las reservas de divisas del estado norafricano y le vendieron las armas con las cuales ni siquiera ha sabido defenderse.

Tan grande fueron los beneficios que Europa, especialmente Gran Bretaña, perdonó la presunta implicación libia en el atentado de Lockerbie, Escocia, que puso fin al vuelo 103 de Panamá ocasionando la muerte de 259 pasajeros y tripulantes.

Todavía hoy no se han revelado los oscuros motivos por los cuales los gobernantes europeos y Estados Unidos la emprendieron contra Gadaffi, aunque obviamente no por el petróleo que ya tenían ni tampoco por proteger al pueblo libio, al que en noventa días le han ocasionado más muertos que todos los que se puedan imputar a Gadaffi en 40 años de gobierno.

No hay manera de frenar una agresión que es promovida por los virtuales amos del planeta, que han puesto a su servicio a las organizaciones e instancias judiciales que debían proteger a los pueblos de verdugos capaces de arrasar con civilizaciones enteras.

Lo más probable es que Anders Fogh Rasmussen y ningún otro de los agresores viva la experiencia con que Rubén Blades termina su tonada: “Quien a hierro mata a hierro termina”, no obstante, la historia tiene un sentido elemental de la justicia y cuando ya nadie recuerde a opresores y agresores, Libia sobrevivirá y su pueblo, mal conducido y peor tratado volverá a ocupar un lugar entre las naciones libres y prósperas de Africa. Allá llegaremos.

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